viernes, 10 de abril de 2009

Aún así, muchos no creyeron al Hijo de Dios.

Para muchos era tan sólo el día de la fiesta, la gran fiesta judía (Mateo 27:15), creían que era otra más de las muchas que habían estado celebrando en conmemoración de aquél milagro que Dios había hecho hacía unos siglos con sus antepasados, era la remembranza de la libertad a la que habían sido llamados como pueblo (Exodo 12:43-44), pero ninguno de ellos o pocos quizás, sabían que lo que sucedería en el transcurso de ese preciso día, cambiaría el rumbo de la humanidad para siempre.

En esa fiesta de la Pascua del año 33 de nuestra era, estaba escrito que muriera el Hijo de Dios a manos de su propia creación para salvarla. A partir de ese día ya no solamente el nacido en Israel, el descendiente de israelitas iba a poder ser salvo. A partir de ese día, todo aquél que reconociera de corazón y declarara con su boca de propia voluntad, que ese Jesús que estaba mueriendo en la cruz, era no solamente el Hijo de Dios sino que su sangre estaba siendo derramada por el perdón de sus pecados, ese sería salvo, no importando quiénes eran sus padres terrenales ni en dónde había nacido. Inmediatamente sería considerado por los cielos como un israelita espiritual y por lo tanto, una persona salva.

Sí, ese día era tan especial que desde el medio día se obscureció de tristeza por la muerte del Hijo de Dios, y luego de que le crucificaran, le pusieran una corona de espinas como burla, que hicieran suertes sobre sus ropas, le injuriaran y le llevaran a la muerte, la tierra tembló, las rocas se partieron, el velo del templo se rasgó dejando ver al fín, luego de muchos siglos oculto, el lugar santísimo, y los sepulcros se abrieron, y muchos santos salieron a sus parientes en la ciudad... (ver Mateo 27:51-52), pero lo más impactante de todo esto es que, aún así muchos no creyeron que estaban matando al Hijo de Dios.